Pocos autores consiguen meterme en su mundo tanto como Murakami. Sabe encontrar los pliegues de la realidad y hacer que el lector se deslice por ellos sin tener conciencia de haber pasado a través de nada. ¿Se trata de una novela fantástica? Después de haberla leído no tengo esa impresión, más bien tengo la sensación de haber sido iniciada, se me ha revelado una realidad más rica. Cuando leo a Murakami, durante muchos días no dejo que sentir, como con Cortázar y con Borges que la realidad no es el desierto del que se nos nos habla Zizek y que nos muestra Morfeo en Matrix, sino un conglomerado en el que diversos planos se entrecruzan. 
Los personajes de Murakami se mueven entre los planos aceptándolos con tanta naturalidad como las acciones de la vida cotidiana que realizan en su día a día: hacer la colada, hacer café, preparar comida... Todo contribuye a destacar la naturaleza compleja de nuestras vidas, la fantasía no es aquí un elemento narrativo, sino el material de que está hecha nuestra vida. Leer a Murakami es abrir los ojos y afinar la percepción. Desear cruzar puentes, tener un gato, perderse en el bosque, y oír una y otra vez el trío del archiduque que os dejo aquí: